Nuestra autosatisfacción trata de ser tan intensa que continuamente está convirtiendo cualquier cosa nueva en parte de nosotros mismos -y en esto consiste la posesión-. Estar harto de una posesión equivale a estar harto de uno mismo (se puede sufrir también por estar demasiado lleno; es el deseo de rechazar, de compartir, que puede encubrirse con el nombre honorable de “amor”). Cuando vemos sufrir a alguien, comprendemos gustosamente que se nos ofrece la oportunidad de apoderarnos de él; es lo que hace, por ejemplo, él hombre caritativo y compasivo, que también llama “amor” al deseo de una nueva posesión, encontrando placer en ello tanto como con la llamada a una nueva conquista. Pero donde se revela más claramente que el amor constituye un impulso que incita a apropiarnos de un bien es en el amor sexual; el amante quiere poseer en exclusiva a la persona que desea, quiere ejercer un poder exclusivo tanto sobre su alma como sobre su cuerpo, quiere ser amado por esa persona con exclusión de cualquier otra, permanecer en ese alma y dominarla como si esto fuera para dicha persona su más supremo y deseable bien. Si consideramos que todo esto representa nada menos que privar al resto del mundo del regocijo de un bien y de una felicidad preciosa, que el amante trata de reducir al empobrecimiento y a la privación a todos los demás contendientes y que sólo aspira a convertirse en el dragón de su tesoro, en el “conquistador”, en el explotador más egoísta y carente de escrúpulos y que, a sus propios ojos, el mundo entero resulta indiferente, descolorido y sin valor, estando dispuesto a sacrificarlo todo, a alterar no importa qué orden, a pisotear cualquier otro interés, nos asombraremos, entonces, de que esta avidez y esta injusticia salvaje del amor sexual hayan podido ser ensalzadas y divinizadas hasta ese punto en todas las épocas; nos asombraremos de que de esta clase de amor se haya llegado a extraer incluso el concepto de amor como lo contrario al egoísmo, cuando de lo que se trata es de la manifestación más desenfrenada de este último. Parece que quienes han creado las expresiones usuales del lenguaje en este terreno han sido los no poseedores, los insaciables -que sin duda constituyeron siempre un grupo demasiado numeroso-. Respecto a quienes la suerte había reservado, en este campo, mucha posesión y satisfacción, han dejado escapar indudablemente aquí y allá alguna palabra contra este “demonio furioso”, como es el caso de Sófocles, el más amable y amado de los atenienses. Con todo, Eros se ha burlado siempre de estos blasfemos -que fueron precisamente sus mayores favoritos-. Ahora bien, podemos encontrar sin duda en la tierra una especie de prolongación del amor en el curso del cual esta codicia ávida y recíproca entre dos personas ha retrocedido ante un ansia nueva, un anhelo nuevo, una sed superior y común de un ideal que los supera; pero, ¿quién conoce este amor?, ¿quién lo ha experimentado? Su verdadero nombre es amistad.
- 1882 – La Gaya Ciencia – Friedrich Nietzsche
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